La pandemia de COVID-19 ha reforzado la imagen idílica de una naturaleza que empieza a sanar y abrirse paso cuando la actividad humana se detiene: los delfines vuelven a los puertos, los canales amanecen con aguas cristalinas, desciende la contaminación… Esta visión es falsa y puede ser contestada desde el xenofeminismo. Según sus dos principios normativos, antinaturalismo y tecnomaterialismo, la naturaleza no debería aceptarse como algo trascendente o sagrado sino que es un espacio de conflicto; de ahí que busque implementar estratégicamente tecnologías existentes para rediseñar el mundo – “si la naturaleza es injusta, ¡cambiemos la naturaleza!”. Siguiendo este llamamiento, quizás la respuesta a problemas como el cambio climático antropogénico deba ser igualmente antropogénica o artificial; esto implicaría intervenir directamente sobre los procesos planetarios mediante la nanotecnología, la biología sintética o la geoingeniería, convirtiendo las operaciones naturales más básicas en decisiones conscientes orientadas a la reparación de los daños causados sobre el planeta. La terraformación y la colonización del espacio potencialmente llegarán como implementación directa de una ecopolítica xenofeminista. Sin embargo, antes es necesario estar segurxs de que estamos difundiendo los valores adecuados de manera a disminuir el riesgo de propagar astronómicamente el sufrimiento a través del universo. Para hacerlo, es necesario que el xenofeminismo amplíe su escala e incluya de manera inequívoca a nuestros verdaderos parientes ‘alien’ – los no humanos. A la vez, despojar el proyecto de terraformación de cualquier resquicio de especismo y bionostalgia.